El término trabajo tiene varias acepciones; si nos quedamos con la que dice “cosa que es resultado de la actividad humana”, estamos ante el espejo que nos devuelve la imagen más prodigiosa y, al mismo tiempo, oscura de nosotros mismos. Nuestra especie, partiendo de la desnudez más absoluta -en todos los sentidos-, ha sido capaz de avanzar en su conocimiento hasta alcanzar una noción profunda y científica de sí misma y del universo que le rodea, a través de un desarrollo tecnológico incesante y exponencial. Paradójica y simultáneamente muchos han sido los daños (sociales y naturales) en el proceso de tan espectacular progreso.
El trabajo, como hecho, es inherente al ser humano, desde los primeros homínidos que realizaban elementales labores y rudimentarios artilugios en su batalla por la supervivencia, hasta nuestros ultratecnológicos, vertiginosos y mutantes días, en los que necesitamos la acción profesional para mantener el ritmo voraz de consumo que nos exige la modernidad. Tal vez por ello, el trabajo ha sido, es y -sin duda- seguirá siendo uno de los conceptos más complejos y conflictivos, desde perspectivas muy diversas: política, economía, sociología, educación, historia, tecnología, justicia, filosofía, ...
Porque se trata, nada más y nada menos, de la huella que labra el individuo sobre su espacio y su tiempo. En un mundo más equitativo y eficiente, el trabajo no debería entenderse sólo como la actividad -en muchos casos frustrante y desalentadora- que proporciona el sustento económico a una persona, sino también como el medio de implementación de las mejores capacidades de ésta, aportando su particular valor a la suma de la sociedad.
¿Gente competente, integrada y motivada, realizando una actividad efectiva; generando beneficio y conocimiento, con cierta vocación de colaboración social para no excluir a aquellos más desfavorecidos o en circunstancias adversas, y, además, teniendo en cuenta las particularidades medioambientales del planeta? No se trata de trabajo. Se trata de TRABAJO.
